Yo (me) acuso
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Por Ernesto Semán *
Ser funcionario de la comunidad judía es hacer un poco como mi abuela, que abría la puerta de su departamento de Villa Crespo reclamando “¿Cuándo nos vemos?”.
“Pero abuela, nos estamos viendo.”
“Sí, ahora. Pero cuándo nos vamos a ver.”
Hay que pedir una entrevista con la autoridad, y en la entrevista pedir otra más. Y como la autoridad siempre tiene otra cosa que hacer, hay que darle al pedido un carácter dramático, otro tono tan caro a nuestro pueblo. Es algo estratégico, pero también atávico. Los árabes trabajan sobre la base de la sinuosidad, los judíos se hacen fuertes en la insistencia. Los que mamamos de ambos somos gente difícil.
La comunidad judía ejerció el poder de las víctimas para hacerse fuertes en la vida pública y lograr la debida atención a sus reclamos. Casi siempre con justicia, exigiendo un compromiso y eficacia del Estado en la investigación de los atentados de 1992 y 1994, y en algunos casos orillando la extorsión desde la debilidad, como durante la anterior visita de Kirchner a Nueva York, cuando algunas organizaciones describían (y otras no desmentían) una ola de antisemitismo en la Argentina que, vista desde el Norte, prenunciaba un verdadero kristallnacht porteño.
En el reclamo de anteayer a Irán, Néstor Kirchner fue inteligente por varias razones: porque el momento fue oportuno, y las acusaciones fueron tantas en esta semana que después del tercer round Ahmadinejad ya ni preguntaba de dónde venían los sopapos; por haber encontrado el tono de un Estado soberano, ni cooptado por un sector de su país, ni al servicio de una aventura internacional ajena, y porque, en éste como en algunos otros temas centrales, Kirchner encontró la forma de hacer lo que cree correcto y hacerlo de forma tal de poder capitalizarlo (aunque en este punto resulta conveniente puntualizar que el Gobierno ha compensado generosamente esa inteligencia de largo alcance con otras decisiones menos afortunadas, algo que la mera existencia de Macri en la Capital se encargará de recordar.)
Internacionalmente, Kirchner termina su mandato allí donde lo empezó, haciéndose fuerte en recoger y asumir el reclamo de víctimas que connotan la historia argentina reciente: del 2003, recordando que “somos hijos de las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo”; al 2007, buscando que la presión sobre Irán logre determinar quiénes y por qué organizaron el atentado a la AMIA. Puede ser azaroso, pero interesa su consecuencia, porque el trazo de ese recorrido sutura algunas de las heridas más significativas de la Argentina, y lo hace en un ámbito (las Naciones Unidas) donde afrontar esas deudas tiene la menor carga posible de utilización política y la mayor contribución a un orden internacional que se pueda hacer desde un país políticamente tan remoto.
Quizás entonces sea el momento de que esa retroalimentación entre el Gobierno y las víctimas paradigmáticas empiece a resquebrajarse, de que un correcto accionar de la Justicia y el fin de una “impunidad preferencial” para distintos sectores permitan que, con el tiempo, emerjan otras víctimas de tantas otras injusticias, y que éstas tengan tanto espacio y legitimidad como aquellas para imponer condiciones y construir poder y condicionar políticas. Y permita también que en la política, la condición de víctima deje de ser un signo de identidad, “allá los muertos que entierren/como Dios manda a sus muertos”, en palabras del heterodoxo comunista español Gabriel Celaya.
No es un proceso fácil ni corto, y aquellos carcomidos por la ansiedad de “dejar el pasado atrás” deberán resignarse a que la mejor forma de evitar estos fastidiosos reclamos es que los hechos que los provocaron no vuelvan a suceder. Pero para que eso no sea una excusa también es necesario hacerse cargo del paso del tiempo, sobre todo porque “ser víctima” no es una acción deliberada, nadie lo elige, y nada intrínseco diferencia a la víctima de un inocente, hasta que llega la acción del victimario. Es de esperar que incluso aquellos que optaron por caminos que los exponían a la posibilidad de ser víctimas buscaran el éxito y no la caída. Dicho de otro modo: las víctimas y sus familiares no son mejores per se ni tienen más derechos que los inocentes. A la larga, quienes desplazan tan fácilmente la idea de víctima a la condición de héroe no sólo manipulan un poco el pasado, sino que consolidan un nuevo statu quo injusto, usurpando un lugar al que tantos otros tienen derecho y extendiendo generosamente una fuente de autoridad moral para organizar la realidad y asignar premios y castigos: según los diarios, por ejemplo, un representante de las víctimas de la AMIA dijo anteayer que “nos sentamos a diez metros de Ahmadinejad, y la verdad es que sentimos que estábamos frente al diablo”, un despropósito cuando está en boca de quienes con su palabra pública construyen, cada día, el sentido de ser judío en la Argentina. Cualquiera que haya estado en un mismo cuarto con Antonio Bussi o haya compartido el barrio con quienes torturaron a nuestros familiares y luego volvieron a la vida civil como si tal cosa sabe que la connotación diabólica del victimario es un efecto de nuestra propia lectura, que en la mayoría de los casos, Ahmadinejad incluido, el diablo luce más o menos como cualquiera de nosotros.
La perpetuación de la victimización, además, hace imposible una relación más sincera con los millones de “no víctimas”. Produce una injusticia perpetuando una supremacía sobre los inocentes, cuyo único pecado inicial fue no haber sufrido de forma directa el castigo de la dictadura argentina o del terrorismo islámico. Una injusticia que es aún mayor cuando la condición de víctima local se enreda deliberadamente con un conflicto más grande, como el de Medio Oriente, donde los roles son, por decirlo de algún modo, más complejos. Pero además, volviendo a la Argentina, ofrece una falsa expiación a esos mismos millones, que lavan sus culpas en el altar de la memoria, la sobreactuación del recuerdo y hasta la reinvención del propio pasado: quizá sea necesario emparejar un poco el terreno y ponerse de igual a igual para que los inocentes puedan contar, de una vez, por qué no vieron, por qué no se dieron cuenta, por qué no hicieron nada.
No es casualidad que la preeminencia de las víctimas en este siglo en buena parte del mundo coincida con el auge del periodismo como discurso dominante. Condenado a un presente eterno, el periodismo descarta todo lo que tenga proyección en el tiempo y por lo tanto pueda, en el futuro, convertirse en pasado, para recuperarlo desde un nuevo lugar, un presente que de nuevo vuelva a morir. Las víctimas nos movemos como pez en el agua en esa narración trivial del periodismo, fingiendo que recordamos aquello que en verdad extendemos en el tiempo, donde el presente no adquiere ningún espesor porque la experiencia no se acumula, el pasado es presente todo el tiempo, la historia no existe y la víctima nunca pierde su altar, porque en verdad sigue alimentando su herida.
Por muchos y muy fundados motivos, la política de las víctimas ha estado en la base de la transición democrática argentina. Con su discurso de anteayer, Kirchner volvió a asumir, quizá por última vez, el doble lugar de víctima y representante de los mismos. Si el tiempo y los años acompañan y el país garantiza algunas certezas a sus ciudadanos, quizá también sea el momento de entender que una parte necesaria del triunfo de las víctimas es empezar a dejar de serlo.
* Escritor y periodista. Su próxima novela, Todo lo sólido.